Su vanidad y su ignorancia estaban a la par hasta el extremo
de creerse que algún día se tutearía con Dios.
Desde el pueblo se divisaba la enorme montaña: casi siempre
cubierta por las nubes.
Siempre había creído, porque así se lo dijeron, que en lo alto
de esa montaña se encontraba el cielo. Dios se encuentra en las alturas — siempre le habían dicho a él.
Era tan enorme; estaba tan lejana, y que él supiese nadie
había conseguido llegar hasta su cima. Llevaba mucho tiempo preparando su
viaje, porque no quería fracasar en su intento.
Así que un día se marchó hacia ella y la fue subiendo
tranquilamente. Como iba subiendo no veía nada fuera de lo normal. Todo era
igual a lo que había abajo, si exceptuamos los árboles que por aquí eran bastante más abundantes. Ya
en la cima se encontró que no se veía el pueblo, no se veía nada solo un mar de
nubes blancas que era extenso.
He llegado al cielo—pensó—y se quedó absorto, feliz, esperando
alguna señal que así lo confirmase o encontrarse con algún habitante celestial.
A los lejos se divisan dos personas, ¡pero no son ángeles ni
ninguna criatura celestial, son humanos!—se
asombra.
Bien abrigados, traen unas mochilas y unos bastones en los
que se apoyan cuando caminan. Cuando se cruzan con él les dan los buenos días y
siguen su camino sin inmutarse lo más mínimo. Se pierden en el interior de la
espesa niebla y él sigue meditabundo.
Aquí no hay más cima; desde aquí no se puede ascender más;
aquí, en esta altura, no hay ningún Dios. O no existe Dios o no está en las alturas
como a mí me han dicho siempre —
pensaba él.
¡Oh, Dios mío!, cuando aprenderé a no confiar en las
personas. Como decía mi padre nunca creas en los charlatanes ni en los
aduladores, porque la mitad de lo que dicen es mentira y la otra mitad no es
verdad.
A partir de ahora vería a la montaña de otra manera y a
partir de ahora empezaba a creer en otras cosas.
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