Rufino,
pastor de ovejas
Pudo ser hombre de letras, pero nadie le enseñó
a leer ni a escribir. Pudo ser un gran político, pero nadie le enseñó a mentir.
Pudo ser un buen ministro, pero nadie le enseño a robar.
Era Rufino pastor de ovejas, no así pastor de
almas, pues como bien sabéis estos sí saben escribir, mentir y vivir.
Rufino a
la temprana edad de diez años, fue entregado por sus padres a don Policarpo, ilustre personaje de la villa
de Vallejo de los Carrizos, para que cuidase de su rebaño de ovejas.
Era don Policarpo un señor letrado y muy religioso,
lo que repercutido en Rufino era 24 horas de trabajo, mal salario, un camastro
de paja en el mismo pabellón de las ovejas y de comida lo poco que sobraba a la
familia; los días que no sobraba comida,
bien porque llegaba una visita
inesperada, bien porque había menos comida de la prevista, o más hambre de lo
normal, Rufino se tenía que conformar con una sopa, preparada prematuramente, tan sin sustancia y tan clara que, como diría
el gran Quevedo, peligrará más Narciso que en la misma fuente, pero eso sí,
decía el honorable Policarpo que no se puede dejar ni un solo día de alimentar
a Rufino.
No conoció Rufino, durante todo el tiempo que
sirvió a don Policarpo, un día libre, un día de enfermedad, una Nochebuena, un
Año Nuevo, un bautizo, una boda ni nada que se le pareciese.
Hacía vida de oveja: dormir pronto, levantarse
temprano, y nunca salía del recinto sino era para llevar las ovejas al campo.
Era tanto su desarraigo con la humanidad que apenas si sabía hablar. Su vocabulario, de no usarlo, era demasiado pobre.
Murió, el magnánimo don Policarpo, cuando
Rufino contaba la edad de 50 años. Su mujer vendió las tierras, las ovejas y
todo cuanto poseía, porque ella quería irse a Madrid con una hermana que por
allí tenía, y así poder mitigar sus penas, que eran muchas, y como no había
conocido otra vida que la del pueblo, ya era hora de ver otro mundo.
Así que
Rufino preparó, con un saco viejo y unas cuerdas que por allí había, un petate,
y se fue a buscar trabajo por los pueblos más cercanos. Le ofrecieron trabajo
de peón albañil, de ayudante de herrero y de cuidador de vacas, pero Rufino era
pastor de ovejas, y solo trabajaría de pastor de ovejas; ahora a sus años no
iba a cambiar de oficio —solía decir.
Tuvo suerte y a los dos días de deambular por
los lugares en el pequeño pueblo de Valbuena de los Cantos Rodados se topó con
don Anastasio, que necesitaba un pastor ya que el que tenía se había
jubilado y se había ido a vivir con su hija.
Era don Anastasio menos ilustre, menos letrado
y menos religioso que don Policarpo, lo que repercutido a Rufino significaba
mejor salario, mejor comida, una tarde libre a la semana y un habitáculo con su
cama de muelles, su mesa con dos sillas e incluso una bombilla eléctrica por si
deseaba leer o escribir a la familia. No conocía Anastasio todavía bien a
Rufino.
Fue trabajando con don Anastasio, cuando bajó
por primera vez Rufino a la cantina del pueblo, y donde vio por primera vez ese
aparato que llamaban televisor; donde vio ese juego de pelota donde todos
gritaban se enfadaban y nadie se ponía de acuerdo al que llamaban fútbol; donde vio jugar al mus, ese juego tan complicado
que nunca llegó a comprender, y donde por primera vez tomó un vaso de vino
pagado con su propio dinero.
Después de ocho años trabajando con don
Anastasio le llegó a este la edad de
jubilarse y no queriendo seguir con el negocio propuso a Rufino venderle su
rebaño y su recinto para el ganado. Rufino, que no sabía leer ni escribir
ignoraba todo esto, pero don Anastasio
lo asesoró, lo llevó al banco para que le prestasen el dinero que le faltaba,
que curiosamente no era mucho, y así vemos
a Rufino, pastor de ovejas, dueño de un
rebaño de ovejas y de un local, así como de dos hermosos perros que le habían
regalado. Eran estos hermanos y de color negro con lunares blancos. Uno macho y
otro hembra a los que Rufino llamaba “Lunares” al macho y “Lunada” a la hembra.
Fue así como Rufino empezó a vivir libre, a comprar la comida que
él desease, aprendió a cocinar algo y a bajar a la cantina del pueblo con más
asiduidad, y a conocer a personas de las que no sabía siquiera que existiesen.su vocabulario, como es lógico, fue mejorando adecuadamente.
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